El abismo digital
El abismo digital
El 7 de mayo de 2024, José Luis Escrivá, por entonces Ministro para la transformación digital y la función pública, presentó una iniciativa que iba a cambiar nuestras vidas: su mini avatar. Una especie de monigote con cara de simpático y nariz regordeta, para compensar el tono seco y pelín condescendiente del original, que nacía para “explicar de forma didáctica asuntos importantes”. Te cuento lo mismo, pero te casco un muñeco gracioso, ¿a que ahora sí lo entiendes? Además de tratarnos como idiotas, el resultado final era escalofriante. El pequeño Pepeluis animado sonreía mientras, con la voz del ministro, utilizaba expresiones como “ganancias de productividad”.
Hablaba de la inteligencia artificial. La enésima revolución, esta con pinta de gordota, para modernizar las administraciones públicas. Y es que, aunque por lo casposo del avatar no lo parezca, todos los gobiernos insisten en repetir, siempre que se puede, que España está liderando esa transformación, que somos modernos de la leche. Soy español, ¿a qué quieres que te gane? A revolución digital. Palante. Obviemos que cuesta creerlo cuando vemos la foto de un montón de documentos judiciales apilados en un carrito del Mercadona en el despacho del fiscal del Caso Nóos, Pedro Horrach, y vamos, todos de la mano, a unirnos en un acto de fe tecnoutópico. Sí, la revolución digital va viento en popa. La tecnología nos va a salvar y brillibrilli y colorinchis. Disparen el confeti.
¿Alguien se queda atrás? Pues bueno, a ver, siempre va a haber efectos colaterales.
Y si somos los mejores, bueno, ¿y qué?
Ya en noviembre de 2022, la transformación digital en España estaba “en su mejor momento”, en palabras de la entonces Secretaria de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial. Poco menos de un año después, el portal del Plan de recuperación titulaba que España se mantenía a la cabeza de las principales economías de la Unión Europea en digitalización y conectividad. Y destacaba que obtenía, en esa época, “buenos resultados, con un 64% de la población con competencias digitales básicas (frente al 54% de la Unión Europea”). Tiene fuente: el Informe de la década digital, un conjunto de estadísticas que publica Eurostat. Si leemos su edición de 2023, la que se usa como base para lanzar los cohetes de ese titular, vemos que lo primero que destaca es que más de un tercio de la población española no tiene competencias digitales básicas. Que, por lo que sea, no es exactamente lo mismo que decir que estamos fetén porque un 64% sí las tiene.
Pero, ¿qué son “competencias digitales básicas”? La clave, como siempre, está en la metodología. Los datos españoles salen del INE, que pregunta si en los últimos meses has instalado alguna aplicación o editado una foto, por ejemplo. Mandan unas cartas a algunas casas seleccionadas pidiéndoles que rellenen un formulario online para responder. Si no lo hacen, lo intentan por teléfono. Y, ¿si ninguna de las dos vías funciona? Pues, como admiten, muchos hogares seleccionados donde nadie rellene el cuestionario en la web, o no tengan teléfono o nadie lo coja, se quedan fuera. Porque lo de preguntar cara a cara es algo “residual” por la falta de recursos, admiten. Y ahí va el primer filtro para saber quiénes son los encuestados. Pero hay otro más grande: solo se pregunta sobre estas habilidades a quienes hayan respondido antes que sí han usado internet en los últimos tres meses. Al resto, no, claro. Así que, usando esta vez los datos de 2024, no es que un 66,18% de los españoles tengan competencias digitales básicas, es que un 66,18% de los españoles de entre quienes han contestado a la encuesta y han usado internet en los últimos tres meses las tienen. Que no es lo mismo.
Pero es que, además, el concepto “habilidades básicas” no es, digamos, muy exigente. Para que se considere que las tienes es imprescindible que contestes que sí has realizado al menos una de las actividades establecidas en los cinco puntos que se evalúan. Si has usado whatsapp, tienes habilidades básicas de “comunicación y colaboración”. Si has leído una noticia de un periódico digital, ya tienes habilidades básicas de “información y alfabetización de datos”. Si has comprado algo en internet en el último año, ya tienes habilidades básicas de “resolución de problemas”. Si mueves un fichero a otra carpeta, ya las tienes de “creación de contenidos digitales”. Y si dices que no a ceder tu información personal para fines publicitarios, ya tienes el básico en “seguridad”. ¿Has hecho todo esto? Enhorabuena, tienes habilidades digitales básicas y estás en ese grupo, en esos dos tercios de la población. Al otro lado del boquete digital queda el otro tercio. Pero la administración es más digital que nunca.
El problema es que quienes tienen esas competencias digitales basiquísimas también se quedan atrás. La brecha digital ya no es no saber reiniciar el ordenador. Ni siquiera es no tener uno. Estás en el lado chungo de ese abismo si no tienes cinturón negro en certificados electrónicos, clave PIN, versiones de java adaptadas a cada proceso y si no eres un ninja de las notificaciones electrónicas. Mucho cuidado con actualizar alguna aplicación de tu ordenador y que se vaya todo el sistema al carajo. Busca en cualquier red social mensajes airados de gente que lleva horas peleándose para llegar a la meta en un trámite online: está lleno de lágrimas de informáticos. No eres tú, amiga, es el sistema. Y el sistema es complejo de la leche.
Hay otro indicador en ese informe, el de “competencias por encima de las básicas” (above basic). Para estar en ese grupo, con sumar más de dos habilidades en todos los apartados nos vale. Una persona está en esa categoría si ha enviado un mail, ha hablado por whatsapp, lee noticias online, busca en google sobre un picor en la pierna, ha comprado algo en internet, ha descargado una aplicación, ha usado la banca online, copia ficheros, usa word, hace un powerpoint para dar los buenos días, lee la política de privacidad de algún sitio, configura las cookies y es tan avanzada que hasta bloquea que le geolocalice una página web. Pues los “above basic” son el 38,65% de la población española, según el informe de 2024. Algo más de uno de cada tres. Y me juego el cuello a que buena parte de ese grupo no entiende cómo funciona el sistema cl@ve, ese laberinto burocrático digital con diferentes niveles de seguridad y múltiples y tortuosas vías para conseguirlo que sirve para identificarte ante las administraciones públicas. Pero, ¡eh!, que en lugar de una letra “a” hemos puesto una arroba. Más moderno no se puede ser.
Total, que estamos a tope porque somos séptimos en Europa en competencias digitales básicas, quintos en algo más que básicas. Aunque siga quedando muchísima gente fuera y aunque esas habilidades, en demasiadas ocasiones, no sean suficiente para tramitar algo con la modernísima administración electrónica.
Seguimos celebrando el liderazgo y esta vez lo hacemos a través de otro titular de otra página web oficial, la de la administración electrónica: España mantiene su liderazgo en la transformación digital de los servicios públicos, según el último informe de la ONU sobre Gobierno Electrónico. Lo cierto es que estamos en el número 17 de 193 países (¡lo qué les gusta un ranking, madre!). Lo que también es cierto es que este informe evalúa más lo que hay que si de verdad se usa o es útil. Me explico. Tiene en cuenta tres cosas: las infraestructuras tecnológicas (ahí Emiratos Árabes saca un diez sobre diez), la disponibilidad de contenidos y servicios online (Corea hace un perfect) y las capacidades de los “recursos humanos para promover y usar las TIC” (Austria lo peta aquí). Y sí, cuando dicen “recursos humanos” se refieren a personas, que el lenguaje neoliberal no os distraiga. Este último punto, de hecho, además de ser solo uno de los tres que se evalúan, tiene en cuenta variables muy recientes. Por ejemplo: el e-participation index, esto es, cuánto usa la gente todas esas tecnologías públicas, se incorporó por primera vez a la lista en 2024. Ahí España saca un ocho.
Lo que no se nombra de ese informe de la ONU en el triunfante titular del portal de administración electrónica español es que también dice que “no dejar a nadie atrás debería convertirse en el principio rector del desarrollo digital” (“leaving no one behind should become the guiding principle for digital development”, en su versión en inglés). Y que “el diseño inclusivo debe tener prioridad sobre las estrategias digitales por defecto, para garantizar que se satisfagan las necesidades de los más vulnerables” (“Inclusion by design should be prioritized over digital-by-default strategies ensure that the needs of the most vulnerable are met”). O sea, no se vale que si se pone en marcha una ayuda se priorice, por defecto y porque queda más chachi, que se haga online. No se puede dejar a nadie atrás en esto de la revolución digital. No. No se puede convertir la brecha digital en un abismo.
En esa misma línea va la Carta de derechos digitales española, que afirma rotunda que “los poderes públicos garantizarán el derecho a la no exclusión digital y combatirán las brechas digitales en todas sus manifestaciones”. Y nombra la brecha territorial, la de género, la económica, la de edad y la de discapacidad. La que no nombra es la brecha de no tener un máster en administración electrónica. Esta carta, creada por un grupo de expertos y expertas, no es ley, pero sí ese concepto tan épico de hoja de ruta: debería guiar las normas y decisiones de las administraciones públicas. Así lo describió Pedro Sánchez en su presentación, en 2021: “Con este ejercicio España se sitúa a la vanguardia internacional [que no paren el autobombo y los colorinchis] en la protección de los derechos a la ciudadanía y esta carta señala el camino por el que debemos transitar”. Lo que pasa es que muchas administraciones se perdieron. Y han dejado a muchas personas atrás en ese camino.
En 2022 se aprobó dar un cheque de 200 euros a personas con bajos ingresos para paliar un poquillo el subidón de inflación que provocaron la invasión de Ucrania y los aprovechados que pescaron -subiendo precios a lo loco- a río revuelto. Y cuando digo bajos ingresos me refiero a muy bajos: menos de 14.000 euros al año por hogar. Solo se podía pedir online. 2,7 millones de personas se verían beneficiadas con la medida, dijeron. Al final, se extendieron poco más de 600.000 de esos cheques. En 2023 se repitió jugada, también se podía pedir online, pero esta vez podía hacerlo más gente: los que cobraran menos de 27.000 euros al año. ¿El cálculo a la hora de vender la medida? Hará felices a 4,2 millones de hogares. ¿Lo que pasó? A finales de ese año, lo habían recibido 1,6 millones.
Alberto cumplió los 18 en 2024. Tenía derecho, pues, al bono cultural joven, esos 400 euros para gastar en cultura destinados a quienes estrenaran mayoría de edad cada año y que, también, solo se puede pedir online. Es un cheque para gastar en libros, videojuegos, suscripciones a periódicos (a ver si la prensa se va a quedar fuera de este reparto, hombre ya), cine... Y toros, recurso de la Fundación toro de lidia y aprobación del Tribunal Supremo mediante. Así resume el proceso para solicitarlo en sus propias palabras: “Las dificultades que me he encontrado para pedir el bono cultural han sido pedir la clave móvil de verificación, que había que hacer varios pasos como pedir una carta que te llegase a casa con un tipo de clave que tenías que meter luego en una cuenta de Hacienda, crearte ahí como una especie de usuario. Luego crearte otra contraseña para meterla en cl@ve y ya después acceder al bono cultural. Estas dificultades a mí me han causado bastante agobio y, por como soy yo, agresividad”. Lo cuenta en un audio. De fondo, se escucha a su madre: “Casi abandona”. Y no es de extrañar.
Para ayudar a los nuevos mayores de edad a pedirlo, el Ministerio de Cultura publicó varias guías. Una de las más gordotas es el Manual de uso de los medios de identificación electrónica para realizar la solicitud de ayudas del BCJ. 35 páginas para saber cómo identificarte y así pedir el bono cultural, solo el primer paso del proceso.
El laberinto del sistema cl@ve, con arroba de moderno
Cl@ve nació en 2014 para complementar al certificado digital y el DNI electrónico, esa cosa que solo usan quienes tienen un lector de DNI, el software encaja como un puzzle sideral en el sistema y les sonríe la suerte. Además, esos dos sistemas creados antes pueden servir a su vez para conseguir una cl@ve. ¿Lioso? Pues esto no ha hecho más que empezar. Respira fuerte.
Hay cuatro tipos de cl@ves, cada una con un largo vídeo explicativo en su página web. La cl@ve pin, que sirve de forma puntual, un ratico, y te da una contraseña. Es un sistema de seguridad básico, así que solo te deja hacer algunas gestiones. ¿Cuáles? Pues cuando llegues al trámite lo sabrás. Si la palabra cl@ve no tiene escudito protector en el logo, te vale. Si la tiene, pasa al siguiente párrafo. Con la clave básica puedes dar el primer paso y tener una contraseña para pedir el bono cultural, por ejemplo (antes era incluso más difícil). Es lo que tenían que hacer, como mínimo, quienes querían pedir el cheque de 200 euros para personas con bajos ingresos en 2022 y 2023. Y es lo que hizo Alberto para hacerse con el bono cultural joven. Y, ¿cómo la consiguió? Pese a servir para pocos trámites, no es nada sencillo hacerte con ella. La gymkana: pides que te manden a casa el código número uno, un CSV con 16 caracteres. Ya con ese número, consigues la clave permanente, que es el código número dos, una contraseña. Y ahí te inscribes (aquí pones otra contraseña, el código número tres) en la página del bono. La cl@ve pin también se puede pedir por videollamada, vía zoom, con un funcionario mirando si tu cara y tu DNI coinciden, en plan ficha policial. O más bien se podía, porque ese sistema para acreditar que eres quien dices que eres ya no existe.
Luego está la cl@ve permanente, con nivel de seguridad más avanzado y que te permite hacer muchas más gestiones. Conseguirla no es tampoco ni fácil ni rápido. Puedes pedirla con tu certificado o DNI electrónico (si ya tengo eso, ¿para qué puñetas quiero la clave permanente?) o en persona en una oficina de registro que tenga este servicio. Lo solicitas, te da un código de activación (sí, hay muchos códigos en todos los procesos) y entonces vas al buscador de oficinas. Puede ser una sede de la Agencia Tributaria, de la Seguridad Social, del SEPE, de atención a la ciudadanía... Y nada, pues ponte a pedir cita previa, a ver si la consigues. Oficina a oficina, con suerte, tras la odisea, consigues un huequito. Vas, ven que eres quien dices que eres, y consigues la cl@ve permanente. Eso sí, no es ilimitada. La gran mayoría de veces que la uses te va a pedir que introduzcas un código extra, el que te mandan al móvil. Y ahí te encuentras con una sorpresa: un botón grande que te dice que te descargues la app para recibir ahí ese nuevo número. Te fuerza (otro día hablamos de los centenares de apps creadas por las administraciones públicas para nada, que hacen exactamente lo mismo que sus webs, en lugar de mejorar la versión para móvil de esas páginas). No te pueden obligar a instalarte la app. Pero eso no lo sabes. Confía en mí: si esperas unos segundos, abajo aparecerá un botón pequeño, diminuto, que te permite recibir ese código de un solo uso por SMS para ese trámite concreto con el que estás lidiando.
¿Te estás mareando? Yo también. Y aún nos quedan dos: la clave móvil, que es lo mismo pero con la app descargada, que de verdad qué te cuesta. Y la clave firma, que es ya nivel dos mil millones y para cosas más avanzadas aún.
Vale, paso de cl@ve. Y, ¿el certificado electrónico? Puedes conseguir el de la Real Casa de la Moneda en su sede electrónica, claro. Coge aire otra vez. Hay cuatro formas. Presencial (similar jaleo de buscar oficina y conseguir cita), con DNIE electrónico (pero si ya tengo eso, ¿para qué?), por vídeo identificación, pero bajo pago de 2,99€ (instalas software, lo solicitas, recibes emal con código, escaneas DNI y careto... y esperas al OK de un funcionario que se tiene que hartar de revisar caricas de susto), o, tachán, todo eso mismo pero con una app. ¿Aún no has entendido que si no te la instalas la pasta que han gastado en el contrato para desarrollarla parece absurda y tú no quieres dejar mal a nadie?
A Alberto le costó muchísimo registrarse para acceder al bono cultural joven. Lo que no sabía cuando consiguió llegar al final del proceso es que eso era solo el principio. El manual de uso de esta ayuda, bastante más largo aunque no incluya toda la jarana inicial de identificación electrónica, explica el procedimiento cada vez que compres algo: tienes que escanear y subir cada factura. Porque la información que pasan las empresas colaboradoras con los datos de cada transacción NO es suficiente. Doble comprobación, no sea que te compres el Call of duty y no quede registrado dos veces. Pero, ¿por qué obligan a todos, sean quienes sean, tengan los recursos que tengan, a hacer estos trámites, sí o sí, online?
Volvemos a la Carta de derechos digitales, esa guía en el camino. En su tercer apartado, el de derechos digitales de la ciudadanía en sus relaciones con las administraciones públicas, reza: “Se ofrecerán alternativas en el mundo físico que garanticen los derechos de aquellas personas que no quieran o no puedan utilizar recursos digitales y no resulten obligadas a ello, en las mismas condiciones de igualdad”. La clave aquí está en la excepción, en ese “no resulten obligadas a ello”. Parece una chorrada, pero es un matiz importantísimo. Los chavales de 18 están obligados. Todos. Este apartado no dice nada que no estuviese legislado ya, antes de que se firmara esa Carta de derechos digitales. Dice exactamente lo mismo que marca la sacrosanta 39/2015, la Ley del procedimiento administrativo de las administraciones públicas, desde hace muuuuchos años. Gracias, Carta de derechos, por incluir algo que ya estaba legislado, pero seis años después.
Tienes derecho a que te atienda un humano
Nuestra amiga, la 39/2015, también tiene algo que decir en todo esto. El artículo 14, que puede ser blandido si te obligan a hacer un trámite online y tú lo que quieres es que te atiendan en persona, es claro: las personas físicas (esto es, seres humanos de carne y hueso, versus personas jurídicas, que son un ente sin órganos internos, como empresas y entidades) tienen derecho a elegir si quieren relacionarse con las administraciones de forma electrónica. O no. Es tu derecho, tú eliges. Y lo mismo vale si quieres recibir las notificaciones en tu casa, con una cartita, porque te da miedo que se pierdan en la carpeta de spam.
Un ejemplo: cuando se puso en marcha el Ingreso Mínimo Vital (IMV), en plena pandemia y con las oficinas de la Seguridad Social cerradas, la única vía factible era pedirlo por internet. Y el teléfono de ayuda estaba totalmente colapsado. Pasado el bloqueo covid, se sigue empujando a pedirlo online, esta es la vía que más se publicita. Pero, claro, cualquier persona que lo necesite -y, en este caso, son muchas- puede ir a una oficina y solicitarlo mano a mano con un funcionario.
El problema es que ese derecho a que te atienda un humano, cara a cara, tiene matices. Primero, claro, están excluídas todas las empresas y entidades. Pero, además, lo están tanto profesionales que estén obligados a estar colegiados como trabajadores de las administraciones públicas, pero ojo, solo en trámites que tengan que ver con su trabajo. O sea: un notario tiene que tramitar los asuntos de la notaría online, pero puede exigir que le atiendan en persona para su declaración de la renta, porque eso es personal, no tiene nada que ver con su profesión. Hasta aquí, todo claro. Tiene sentido. El problema en casos como el bono cultural joven o el cheque de 200 euros de la Agencia Tributaria está en el apartado tres de ese artículo 14, del que se ha hecho un uso torticero (y lo que te rondaré, morena):
“Reglamentariamente, las Administraciones podrán establecer la obligación de relacionarse con ellas a través de medios electrónicos para determinados procedimientos y para ciertos colectivos de personas físicas que por razón de su capacidad económica, técnica, dedicación profesional u otros motivos quede acreditado que tienen acceso y disponibilidad de los medios electrónicos necesarios”.
Y ese punto es al que se agarró fuerte el Ministerio de Cultura para decidir, ya en su primera edición, la de 2022, que el bono cultural joven solo se podía pedir online. El decreto que lo creó era claro: las ayudas van dirigidas a “población joven con capacidad técnica y habilidades suficientes para el manejo de dispositivos electrónicos y digitales”. Chimpúm. Se nos ocurrió preguntar al Ministerio y, pese a que habíamos usado la Ley de transparencia, cauce oficial, tardó semanas en contestar (alegaron que era una pregunta muy compleja. Ajá). Por un lado, argumentaron que había cobertura digital en casi todo el territorio. Claro. Si tienes internet en tu ciudad, arreglado. Por otro, repetían eso de que los jóvenes están habituados a trabajar con ordenadores y a concectarse a redes sociales (qué tendrá que ver mirar tiktok o mandar un audio de whatsapp, como el de Alberto para explicar su tortura para registrarse, con hacer un trámite con una administración). Y, atención, que viene la traca, y cito textual porque si no igual no me váis a creer: “La denominación generacional de nativos digitales está acuñada desde los años noventa del siglo pasado y es de plena aplicación a los jóvenes nacidos en 2004”. El estudio para acreditar si todos tienen los medios técnicos y las habilidades no es necesario. Se las llama nativos digitales por algo. Arreglado.
La respuesta de la Agencia Tributaria cuando le preguntamos por qué el cheque de 200 euros solo se podía pedir online era peor: tras acusarnos de que era una pregunta “abusiva”, acabó respondiendo que era así porque lo decía el decreto ley que lo aprobó. Y ya está.
Incluso aunque te obliguen a hacer un trámite online, la Ley 39/2015 también deja claro que tienes derecho a “ser asistido”; en el proceso. Si no te aclaras, pide cita y que te ayuden. Punto. Aunque es cierto que la propia norma encierra contradicciones: en un artículo dice que todos tenemos derecho a que nos ayuden, en otro que ayudarán solo a quienes no están obligados a hacerlo online. No tiene sentido: si puedes hacerlo en persona, ¿para qué necesitas que te ayuden a hacerlo online? Te plantas ahí a tramitarlo y punto. Pero, ante las contradicciones, tú blande la parte de la norma que te beneficie. En este caso: artículo 13, letra b. Tienes derecho a hablar con un humano y a que te eche un cable. Siempre.
Y, ¿qué acabó pasando con el bono cultural joven, tan online él, tan moderno, para todos esos nativos digitales? Pues que muchos o no se enteraron, o no les interesaba la cultura, o no eran tan duchos como para lidiar con el trámite y el sistema se les hizo cuesta arriba. En la primera convocatoria, la de 2022, se registraron algo menos del 60% de quienes podían sacarse esos 400 euros. Y eso que, a última hora, viendo que el sistema no iba tan sobre ruedas como esperaban, intentaron ponerle remedio. Primero, aprobaron corriendo y vía decreto ley simplificar el sistema de identificación; luego, ampliaron el plazo quince días extra; como tampoco era suficiente, en la última semana permitieron, ahora ya sí, pedirlo en persona en las oficinas de Correos. Miquel Iceta, por entonces Ministro de Cultura, admitía que la cosa no iba como esperaban: “Hemos hecho varias cosas que han ido aligerando el procedimiento. Hemos pasado de la clave avanzada a la simple, para facilitar la identificación, hemos ampliado el periodo de adhesión y abrimos la posibilidad de gestión presencial. De la experiencia de este año hemos de aprender rápidamente porque al año que viene queremos volver a ponerlo en marcha”.
Y, ¿aprendieron? Pues aprendieron flojito. En los siguientes años, 2023 y 2024, mantuvieron el sistema solo online, nada de presencial. Bastante que les dejan, si no tienen móvil con la tecnología adecuada para pagar, pedir que les llegue una tarjeta física a sus casas. Pero ojo, en la web ya avisan de que si se separan del redil digital y piden esa tarjeta, la cosa tardará bastante más. En 2023 también tuvieron que ampliar el plazo para presentar solicitudes, en ese caso dando un mes extra. Aun así, solo concedieron el bono cultural a 326.579 jóvenes, cuando alrededor de medio millón cumplía los 18 ese año, según el INE. Traduzco: uno de cada tres que tenía derecho se quedó sin la ayuda. Y en 2024, pues lo mismo: el camino de la luz digital es el único posible y, otra vez, tuvieron que ampliar el plazo para pedirlo, esta vez mes y medio.
Aunque el decreto que creó el bono cultural joven recuerda que promover el acceso a la cultura de todos, especialmente de los jóvenes, es un deber constitucional, su exposición de motivos se centra mucho más en otro aspecto: el sector estaba jodido tras la pandemia, necesitaba un empujón. El combo dice, textualmente, así: “Busca facilitar el acceso universal y diversificado de las personas jóvenes a la cultura, generar nuevos hábitos de consumo cultural y afianzar los existentes, crear nuevos públicos, estimular la demanda y reducir el impacto negativo causado por la pandemia en los diversos sectores culturales en nuestro país”.
A ver, entonces que no llegue a todos es lógico. ¿Cuál es el objetivo? Fomentar la cultura entre los jóvenes, todos, sin importar renta, aunque ellos solitos se lo pudieran pagar de sobra, porque el objetivo es apoyar al sector cultural. Entonces, si chavales de 18 años de familias con dinero compran cultura gratis, o van a los toros si quieren, pillarán vicio y el resto de su vida se gastarán pasta (la que sí tienen) en esa cultura. Como el camello que te pasa la primera gratis. Ese señor que nadie vio y que repartía droga en la puerta del colegio. Ya enganchados, gastarán. El sector cultural tendrá nuevos clientes pudientes. Objetivo cumplido. ¿Redistribución? ¿Más para quiénes menos tienen? Memeces. Dejar fuera a quienes de otra forma no podrían acceder, por falta de medios para tramitarlo, es feíco. Pero es que el objetivo es otro.
Que muchos jóvenes que tenían derecho no acabaran recibiendo la ayuda, o no la gastaran, tiene traducción en euros. En 2022, el total a repartir era de algo más de 194 millones, pero solo se gastaron 114. Ochenta millones de euros sin gastar, que no es poco. Y, ¿cómo lo solucionaron? Pues rebajando el presupuesto inicial, año a año, para que no abultara tanto lo que quedaba sin ejecutar. En 2023, el máximo a gastar bajó a 186 millones. Gastaron 138,6. En 2024 ya se dieron por vencidos y bajaron incluso a menos de lo repartido el año anterior: el presupuesto fue de 130 millones.
Vamos a parar aquí un momento para hablar de universalidad, de que las ayudas se den a quienes las necesiten sin necesidad de que las pidan, de que vaya por delante esa manita y luego, si eso, ya veremos si resulta que no te tocaba y tienes que devolver una parte. Es un debate muy profundo y complejo, cierto, con muchísimos matices dependiendo del tipo de medida y que se vuelve crucial, de vida o muerte, si pensamos en ayudas que han tardado tanto en llegar y que son vitales para personas con necesidades urgentes como el IMV. Pero juguemos a una versión facilona: este debate se vuelve cristalino, sencillo y hasta obvio si lo aplicamos a este caso tan acotado. Imaginemos un mundo mágico en el que todas las personas que cumplen 18 años reciben en su casa una tarjeta para gastar en cultura. Arreglado. Llega a todos los empadronados. Podemos ponerle una pega: el coste ecológico. Pero si algo nos ha enseñado la revolución de la IA es que la tecnología también contamina. Mandamos esas tarjetas a todos y ya. Es más efectivo. Igual no tan moderno, pero más efectivo. Que debería ser lo importante si nos creemos que el objetivo de la medida también es que los jóvenes, todos, independientemente de su situación, tengan acceso a la cultura, ¿no?
La tecnología no nos va a salvar
En esta casa no somos tecnofóbicas, pero tampoco tecnoutópicas. La tecnología no va a solucionar todos nuestros problemas, pero tampoco es el mal encarnado que vive independiente de sus creadores, las máquinas se van a rebelar y tremendo apocalipsis se viene. La tecnología puede ayudar a que muchos procesos sean más sencillos y eficientes, claro, pero para eso es necesario que se diseñen de forma honesta, respetuosa y transparente (y eso significa que se pueda vigilar). “Las tecnologías de gestión de la pobreza no son neutrales”, afirma Virginia Eubanks en La automatización de la desigualdad (Capitan Swing, 2021), refiriéndose a la aporofobia que ha saltado a las aplicaciones que gestionan el sinhogarismo en Estados Unidos. Y tiene razón. Pero yo iría más allá: ninguna tecnología, tampoco las que usamos en España para tramitar ayudas, o identificarnos ante las administraciones, es neutral.
Si la Inteligencia Artificial nos ha demostrado algo es que tiene una capacidad estratosférica para multiplicar por millones los sesgos existentes. Los problemas son los mismos, pero se diseminan como cohetes. Pero es que incluso si vamos a lo básico, a mucho antes de todo eso, a la tecnología más rudimentaria, la mera decisión de su uso o no en una relación con las administraciones públicas, o como mínimo de su uso obligatorio, tampoco es neutral ni objetiva. “No dejar a nadie atrás” debería ser la clave desde el principio en el diseño de cualquier política pública. Siempre.
Los sistemas digitales de las administraciones públicas, con honrosas y contadas excepciones, poco o nada tienen que envidiar a la web de Renfe. Realizar un trámite online es, en la mayoría de casos, una tortura. Quienes toman decisiones, a veces, son conscientes. Y proponen soluciones, claro. En los últimos años se han presentado portales como Mi carpeta ciudadana, una web en la que, previa identificación (con cl@ve, claro), se agrupan diferentes trámites de las administraciones públicas, como ver si tienes multas, consultar tus títulos académicos o cuándo se te acaba el paro. Poco después se presentó Prestaciones Seguridad Social, una web que arrejuntaba trámites de esta entidad, como las pensiones o el IMV. Ambas páginas tienen una cosa en común: son recibidores. Bonitos, arreglados, minimalistas, modernos y bien cuidados, pero recibidores: te llevan a las mismas habitaciones desaliñadas, cargadas de letras y lenguaje administrativo, repletas de normativas, con los calcetines por el suelo y en las que es facilísimo perderte, esas páginas webs en las que de verdad se realizan los trámites, donde pasan las cosas (si lo consigues, claro). Habitaciones que siguen estando hechas unos zorros.
Otra solución muy recurrente es inundar todas esas páginas que no se entienden de vídeos explicativos, gráficos fardones y, la guinda, un chatbot. El de Mi carpeta ciudadana se llama Ada. El de la Seguridad Social, Issa. Sí, ambas nombres de mujer, ambas robots con pestañitas (porque si no lleva rímel no sabes que es una muchacha). Y, por desgracia, ambas totalmente inútiles. Hablemos con Issa.
Tras el saludo inicial y el largo mensaje de protección de datos (con erratas, por cierto), Issa nos pide que escribamos nuestra consulta. Le preguntes lo que le preguntes, te va mandando a enlaces de su pagina web. Es como un recibidor, pero esta vez en personita simpática. Vamos a hacerle una pregunta importante, algo que cualquier persona que haya tramitado el Ingreso Mínimo Vital se ha preguntado y sigue sin entender del todo.
- Issa, ¿qué es una unidad de convivencia?
Su respuesta:
- A través de este servicio puedes realizar, por Registro electrónico, la solicitud de la modificación de datos bancarios para el cobro de la pensión o prestación que recibes, así como puedes cambiar los datos del domicilio del titular de la prestación. También puedes modificar los datos bancarios directamente en la entidad financiera en la que quieras recibir tu prestación. ¿Puedo ayudarte en algo más?
¿Cómo en algo más? Si no me has ayudado en nada. Te he preguntado otra cosa.
- Gracias, espero haberte ayudado. Vuelve cuando necesites. Agradecería que valoraras la utilidad de la información que has recibido, siendo 1 la nota más baja y 5 la más alta.
Hasta las robots tienen que pasar por esa evaluación constante del consumidor. Aunque no sirva, evidentemente, para absolutamente nada.
Créditos
Este mini ebook fue escrito por Eva Belmonte y publicado por Civio en 2025. Para más información, en www.civio.es
Ha sido maquetado utilizando la plantilla e instrucciones del proyecto Standard Ebooks, una iniciativa sin ánimo de lucro que promueve ediciones digitales cuidadas y de libre acceso.
La portada es una ilustración de Rut Pedreño
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