A veces uno hace cosas por pura inconsciencia. Fundar Civio fue quizás una de ellas.

Tras conocernos en el entorno de la Pro Bono Publico –una asociación pionera en el uso de la tecnología digital para la apertura de datos– e ignorando el tamaño del reto, decidimos montar Civio porque buscábamos ir un paso más allá y profesionalizar este tipo de iniciativas.

Los dos estábamos convencidos de la importancia de luchar por una mayor transparencia y rendición de cuentas en todo lo que afecta a nuestra vida como sociedad. Pero para ello había que superar, pensábamos, el exceso de voluntarismo y la nula estructura detectados a nuestro alrededor.

Una fundación distinta a las que existían entonces en España –una fundación ciudadana, no vinculada a un patrimonio familiar o a una gran empresa– nos pareció el vehículo más adecuado para la tarea. Así pudimos aportar un modesto presupuesto de arranque y dar un rumbo claro a la misión de la organización.

El caso es que a lo largo de estos diez años hemos sido testigos de muchas cosas. Buenas y malas.

Siendo sinceros, muchos actores que nos inspiraron en su día para montar la fundación nos han decepcionado, unos por falta de constancia y rigor en su trabajo –activistas en fugaz tránsito hacia verdes praderas y nuevas modas–, otros por no ser fieles a los principios que decían defender dentro y fuera de sus fronteras –e.g. la Sunlight Foundation–. Durante esta década hemos sido testigos de lo frágil que es la sociedad civil organizada, muy especialmente en nuestro país. Nos enfrentamos a déficits que aún seguimos lejos de superar.

Pero esto no oscurece otra realidad: que vivimos rodeados de gente increíble siempre dispuesta a aportar lo que puede con las mejores intenciones. Voluntarios, colaboradores, socios, patronos, las personas que han trabajado o trabajan aquí… Todo lo que ha podido conseguir Civio en sus primeros diez años de existencia se tiene que catalogar como un éxito colectivo. Los logros están ahí, como un gran mérito compartido del equipo activo en el día a día y de los distintos donantes –de dinero y esfuerzo– que han convertido la organización en un referente nacional e internacional.

Hemos acertado, creemos, cuando descartamos atajos presentados a modo de soluciones. Desoyendo cantos de sirena sobre la compra, más o menos camuflada, de bases de datos de contactos para enviarles spam, negándonos a reunirnos con partidos políticos sólo por aparecer en la foto, sin agenda, o descartando darle entrada en el patronato a personas en clara búsqueda de promoción personal. Hemos fallado, estamos seguros, en no dar con las teclas para haber logrado alcanzar cotas aún más altas de impacto.

Hoy vemos a Civio como uno de esos animales fantásticos de la película homónima. Un proyecto único y maravilloso; con algo de mágico por improbable. Desde el orgullo indisimulado y un profundísimo agradecimiento a todos quienes han contribuido –en el pasado, en el presente– a este maravilloso viaje, os pedimos a todos quienes nos leéis que sigáis cuidándolo. Porque estamos convencidos de que merece mucho la pena. Porque, pese a lo arduo del camino, lo mejor está todavía por llegar.

Nadie sabe qué nos deparará el futuro. Crecer tiene riesgos. No crecer también. Cuando volvamos la vista atrás, más allá de cualquier hito concreto, es posible que nos demos cuenta de que el mayor legado de Civio en un mundo tan lleno de incertidumbre haya sido el viaje en sí. Su belleza como ejemplo. El haber demostrado que un equipo compacto y autónomo, rebosante de talento, sin padrinos ni contactos, puede lograr metas casi inimaginables en el arranque cuando exhibe, como es el caso, un compromiso a prueba de cualquier posible adversidad.

Jacobo y David.