Cuando el Gobierno anuncia un nuevo plan estrella contra la corrupción, en Civio sentimos una inevitable mezcla de esperanza y escepticismo. Llevamos más de una década fiscalizando al poder y participando en los procesos de Gobierno Abierto, y la hemeroteca de promesas incumplidas es, por desgracia, muy densa. Aunque se anuncian nuevas agencias y medidas con nombres ambiciosos, el plan vuelve a ignorar, diluir o postergar reformas concretas, validadas y urgentes en los ámbitos en los que trabajamos. Reformas que la sociedad civil y organismos internacionales como el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) llevan años demandando.

Por eso, ante la presentación del Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción, la pregunta clave a responder es: ¿estamos ante una estrategia seria de reforma o ante una pieza de comunicación política?

Una ‘superagencia’ anticorrupción centralizada

La medida estrella del plan, su principal titular, es la creación de una Agencia Independiente de Integridad Pública. Sobre el papel, su objetivo es muy ambicioso: poner orden en un ecosistema institucional que el propio Gobierno califica de “alta fragmentación y dispersión de competencias”. La idea es aglutinar en un único organismo las funciones de prevención y control que hoy se reparten entre el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (CTBG), la Oficina de Conflictos de Intereses (OCI), la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación (OIReScon) y la recién creada Autoridad de Protección del Informante, entre otros. Esta nueva agencia, se nos dice, tendrá facultades para “iniciar investigaciones” y “supervisar el cumplimiento de normativas clave”.

Partiendo de que ya existía el Servicio Nacional de Coordinación Antifraude (SNCA), pensamos que la prioridad no es crear nuevas y complejas estructuras, sino el fortalecimiento de las ya existentes, dotándolas de los atributos que realmente importan: independencia, recursos y poder real. A todas, del CTBG a la OIReScon. El problema no es que haya varias oficinas, sino que las que hay son débiles y permeables al poder político.

Hay que reconocérselo al Gobierno: la mejor noticia de este plan es precisamente la atribución al CTBG de la “competencia para imponer multas coercitivas”. Llevamos años reclamando que se blindase al CTBG, que disponga de un presupuesto propio y autónomo y que tenga capacidad sancionadora efectiva para que sus resoluciones dejen de ser papel mojado. Lo mismo para la OIReScon, un organismo de supervisión de la contratación que está adscrito al Ministerio de Hacienda y cuenta con muy pocos recursos, lo que compromete su capacidad de fiscalización.

El plan del Gobierno es aún vago en los detalles cruciales que definirían la independencia de esta “superagencia”: el método de nombramiento de su cúpula directiva, los mecanismos de control parlamentario o la garantía de autonomía presupuestaria. Así que ojo al riesgo de centralización sin independencia, porque corremos el peligro de crear un gigante burocrático mucho más fácil de capturar por el poder político.

Ley de Administración Abierta: cómo diluir una reforma urgente

En el ámbito de la transparencia, el plan anuncia como gran hito el impulso a una Ley de Administración Abierta. Este proyecto, se supone, consolidará los avances en gobernanza, incorporará las conclusiones del Foro de Gobierno Abierto y promoverá medidas como la publicación de contratos, convenios, presupuestos y subvenciones en el Portal de Transparencia. Sí, cosa que ya se hace.

Pese a la buena noticia de que el CTBG pueda tener al fin capacidad sancionadora, vemos esta concesión con escepticismo. Lo que reclamaba la sociedad civil no era una nueva ley de nombre rimbombante, sino la reforma de la Ley 19/2013 de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno (LTBG). Este era un compromiso prioritario del IV Plan de Gobierno Abierto, cuyo desarrollo fue abortado por el Ejecutivo sin siquiera llegar a publicar el anteproyecto que recogía el intenso trabajo de académicos, funcionarios y la propia sociedad civil. Desde Civio, hemos presentado propuestas detalladas y concretas para dicha reforma: desde declarar el acceso a la información como un derecho fundamental a eliminar las ambiguas y abusivas excepciones al acceso (como los “intereses económicos y comerciales”), o, por supuesto, reforzar los poderes del CTBG.

Pensamos que subsumir esta reforma pendiente en una etérea “Ley de Administración Abierta” es, en la práctica, una maniobra de dilución. El propio Gobierno ha admitido ante el Mecanismo de Revisión Independiente (IRM) de la Alianza para el Gobierno Abierto (OGP) que no tiene información sobre el alcance, contenido o plazos de tramitación de esta nueva ley, que, además, había desaparecido del Plan Anual Normativo de 2025. La excusa recurrente de la falta de mayoría parlamentaria para justificar incumplimientos pasados se vuelve aquí otra contradicción. Si no se pudo avanzar con reformas puntuales y necesarias de la Ley de Transparencia, ¿cómo se pretende sacar adelante una ley omnicomprensiva, de futuro incierto y alcance desconocido, en el actual contexto parlamentario?

Pasar de la inacción crónica a la vanguardia tecnológica en contratos públicos

El Gobierno propone una transformación de la Plataforma de Contratación del Sector Público para convertirla en una “herramienta de nueva generación”, que utilizará big data e inteligencia artificial para “detectar patrones irregulares y prevenir la corrupción”. Esta modernización, que desde Civio venimos reclamando desde 2015, se complementaría con la promoción de “pactos de integridad”, donde la sociedad civil o el propio CTBG actuarían como monitores independientes en contratos de alto riesgo, y con “auditorías ciudadanas” para fiscalizar los procesos.

Sin embargo, la medida más contundente anunciada es la de mejorar el mecanismo de blacklisting o “lista negra” de empresas corruptoras. Se propone crear un “registro único nacional y público de empresas inhabilitadas” y reformar el Código Penal para que la inhabilitación para contratar con la administración sea una consecuencia automática de una condena por delitos como cohecho, tráfico de influencias o malversación. Esto es un ejemplo paradigmático de anunciar como novedad algo que ya existe en la ley pero que se incumple de forma sistemática. La Ley de Contratos del Sector Público (LCSP), en su artículo 71, ya establece un catálogo claro de prohibiciones para contratar con la administración que incluye, precisamente, haber sido condenado con sentencia firme por delitos de corrupción. Además, el Registro de Licitadores ya debe incluir esa información. Lo que está pasando, en muchos casos, es que esas prohibiciones se aplican poco (por falta de comunicación entre administraciones, demora de sentencias firmes, cambios de responsables condenados,…) y son demasiado fáciles de esquivar. El problema, por tanto, no es la ausencia de un marco legal, sino la absoluta falta de voluntad política para aplicarlo.

Y las herramientas de IA y los pactos de integridad pueden ser instrumentos valiosos, pero su eficacia depende del marco en el que operan. La propuesta de Civio para crear un “organismo independiente para vigilar la contratación”, que fue la tercera más votada en los talleres de cocreación del V Plan de Gobierno Abierto, fue completamente ignorada por el Ejecutivo. El organismo actual, la OIReScon, no cumple los mínimos estándares de independencia: está adscrita al Ministerio de Hacienda, no tiene presupuesto propio y sus miembros son designados por el Gobierno. El Gobierno ofrece herramientas sofisticadas y mecanismos de participación ciudadana como un sustituto de algo que se niega a conceder: una supervisión independiente y con recursos.

Lobbies, altos cargos y asesores

El plan aborda áreas de alto riesgo como la actividad de los lobbies y los conflictos de interés de los altos cargos, pero lo hace con timidez y con contradicciones.

Se propone la “aprobación urgente” del Proyecto de Ley de Transparencia e Integridad en las Actividades de los Grupos de Interés, y se anuncia que se propondrá vía enmienda “ampliar la obligación de dar publicidad a los encuentros con lobistas por parte de todos los altos cargos del Gobierno y de sus asesores”. Como ya hemos alertado, tal y como está concebido, el proyecto carece de los tres pilares fundamentales para ser eficaz: un organismo supervisor autónomo e independiente que vigile su cumplimiento, mecanismos que aseguren una trazabilidad detallada y real de la influencia, y un régimen sancionador lo suficientemente firme como para ser disuasorio.

Pero, además, proponer la publicación de las reuniones de los asesores con los lobbies es un ejercicio de cinismo difícil de superar. ¿Cómo se puede prometer transparencia sobre las actividades de unas personas cuya propia identidad el Gobierno se niega a revelar? Es imposible auditar la agenda de un asesor si no se sabe quién es el asesor. Esta contradicción prácticamente invalida por completo la credibilidad de este apartado del plan.

El mismo enfoque superficial se aplica al control de los conflictos de interés. La propuesta de realizar “exámenes aleatorios” del patrimonio de los altos cargos es un sustituto débil y deficiente de la verdadera transparencia. La rendición de cuentas no puede ser una lotería. El control ciudadano efectivo no se basa en controles internos y esporádicos, sino en la vigilancia externa y permanente. Y esta solo es posible si se publican las declaraciones de bienes y actividades de forma íntegra (incluido de qué empresas tienen acciones, o en qué bancos deudas) y en datos abiertos, no los extractos descontextualizados y sin valor informativo que se publican actualmente.

Conclusión: seguimos ignorando reformas imprescindibles

Por estos motivos, el Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción no nos parece una estrategia de cambio, sino un ejercicio de política performativa.

En vez de abordar las causas estructurales de la corrupción, despliega tácticas recurrentes que generan titulares sin alterar el statu quo. Se reciclan como novedosas medidas que ya fueron prometidas en planes anteriores y que nunca llegaron a implementarse. Se proponen nuevas leyes para solucionar problemas que no derivan de una ausencia de normas, sino del incumplimiento sistemático de las ya existentes. Y se se sustituyen reformas concretas, viables y demandadas por la sociedad civil por proyectos de “leyes ómnibus” grandilocuentes, cuya complejidad y ambición las condenan de antemano. El ejemplo paradigmático es el sacrificio de la reforma específica de la LTBG en el altar de una incierta Ley de Administración Abierta.

Desde Civio no nos dejaremos distraer por estas maniobras. Este plan no altera las prioridades. La lucha contra la corrupción en España sigue necesitando las mismas reformas estructurales que reclamábamos antes de su anuncio. Seguiremos exigiendo, con datos y argumentos, los cambios que sí tendrían un impacto transformador. No cabe otra.